Combustible Para Pesadillas
miércoles, 4 de mayo de 2016
Un lugar junto a Edgware Road
Craven pasó al lado de la estatua de Aquiles, bajo una fina lluvia de verano.
Acababan de encenderse las luces, pero los coches ya hacían cola en dirección a Marble
Arch. Rostros afilados y codiciosos escudriñaban la zona, listos para divertirse con
cualquier cosa que se presentara. Craven caminaba con amargura, con el cuello de su
impermeable apretado a la garganta. Era uno de sus días malos.
A lo largo del camino del parque, todo le recordaba a la pasión, pero se necesita
dinero para el amor. Lo único que un hombre pobre puede conseguir es lujuria. El amor
necesita un buen traje, un coche, un piso en alguna parte o un buen hotel. Tiene que
estar envuelto con celofán. Constantemente, notaba la estrecha corbata debajo del
impermeable y las mangas deshilachadas. Llevaba su cuerpo consigo como algo que
odiase. (Tenía instantes de felicidad en la sala de lectura del museo Británico, pero su
cuerpo lo volvía a llamar). Escarbó, como si fuera su único sentimiento, en los
recuerdos de feos actos cometidos en los bancos del parque. La gente habla como si el
cuerpo muriese demasiado pronto; ése no era, desde luego, el problema de Craven. Su
cuerpo seguía vivo y, a través de la lluvia brillante, cerca de una glorieta, se cruzó con
un hombrecillo que llevaba una pancarta: «El cuerpo se alzará de nuevo». Recordó un
sueño del que había despertado tres veces temblando: estaba solo en una enorme y
oscura galería que era el cementerio de todo el mundo. A través del subsuelo, las tumbas
se conectaban: el mundo era una colmena de muerte y, cada vez que soñaba, descubría
otra vez el horroroso hecho de que el cuerpo no se pudría. No hay gusanos ni
putrefacción. Bajo el suelo, el mundo estaba lleno de masas de carne fresca, lista para
alzarse de nuevo con sus verrugas, furúnculos y erupciones. Tumbado en su cama,
recordaba —como si se tratase de «una gran noticia»— que el cuerpo, después de todo,
era corrupto.
Llegó hasta Edgware Road caminando deprisa. Los guardas paseaban en parejas.
Parecían grandes y lánguidas bestias alargadas. Sus cuerpos eran como gusanos en sus
ajustados pantalones. Los odiaba, y odiaba su odio, porque sabía lo que era: envidia. Se
daba cuenta de que cada uno de ellos tenía un cuerpo mejor que el suyo: la indigestión
le retorcía el estómago y estaba seguro de que su aliento era asqueroso, pero, ¿a quién se
lo podía preguntar? A veces, sin que nadie lo supiera, se ponía perfume aquí y allá. Era
uno de sus secretos más terribles. ¿Por qué le pedían que creyera en la resurrección de
este cuerpo al que quería olvidar? En ocasiones, de noche, rogaba (un resto de la
creencia religiosa que se albergaba en su pecho, como un gusano en una nuez) que su
cuerpo, a toda costa, no se alzase nunca de nuevo.
Conocía muy bien todas las callejuelas cercanas a Edgware Road: cuando estaba de
malas, simplemente caminaba hasta cansarse, echando un vistazo a su imagen reflejada
en los escaparates de Salmon & Gluckstein y el ABC. Fue así como vio los carteles de
un teatro abandonado en Culpar Road. No eran extraños, ya que, a veces, la Sociedad
Dramática del Barclays Bank alquilaba el local durante una noche o se proyectaban allí
oscuras películas. El teatro había sido construido por un optimista en 1920, alguien que
pensó que el bajo precio de las entradas compensaría, con creces, su desventaja de estar
situado a más de un kilómetro y medio de la tradicional zona teatral. Pero jamás una
obra tuvo éxito y, pronto, el local se llenó de agujeros de rata y telarañas. La tapicería de
las butacas nunca se renovó y todo lo que allí ocurría era la falsa vida efímera de una
obra de aficionados o de una proyección.
Craven se detuvo y leyó; parecía como si aún existiesen optimistas, incluso en pleno
1939, porque nadie, excepto el más ciego de los optimistas, podía tener la esperanza de
ganar dinero con un lugar llamado «El hogar de la película muda». Se anunciaba: «La
primera temporada de primitivas» (una frase intelectual); jamás habría una segunda. En
cualquier caso, las entradas eran baratas y, ahora que estaba cansado, quizá valía la pena
meterse en algún sitio a salvo de la lluvia. Craven compró una localidad y entró.
Bajo la profunda oscuridad, un piano tocaba algo monótono que recordaba a
Mendelssohn. Se sentó en un asiento de pasillo y enseguida pudo notar el vacío a su
alrededor. No, nunca habría otra temporada. En la pantalla, una mujer grande, con una
especie de toga, se retorcía las manos y se dirigía, temblando con curiosas sacudidas,
hacia un sofá. Allí, se acurrucó como un perro pastor ausente, mirando fijamente a
través de su pelo suelto, negro y alborotado. A veces, parecía desintegrarse en forma de
manchas, destellos y líneas onduladas. Un rótulo decía: «Pompilia, traicionada por su
amado Augusto, busca un final a sus problemas».
Craven, por fin, empezó a ver. Butacas oscuras y vacías. El público no llegaba ni a
veinte personas: unas cuantas parejas que susurraban con las cabezas juntas y algunos
hombres solitarios como él, uniformados con el mismo impermeable barato. Estaban
tendidos a intervalos como si fueran cadáveres. Otra vez, volvía la obsesión de Craven:
el horroroso dolor de muelas. Tristemente, pensó: me vuelvo loco, los otros no sienten
lo mismo. Incluso un teatro abandonado le recordaba aquellas interminables galerías,
donde los cuerpos esperaban su resurrección.
«Esclavo de su pasión, Augusto pide más vino.»
En otra escena, un vulgar actor teutónico de mediana edad se apoyaba sobre un
codo, mientras con el otro brazo rodeaba a una mujer grande. La Canción de Primavera
seguía sonando con ineptitud y la pantalla chisporroteaba como una indigestión.
Alguien que se abría camino en la oscuridad empujó las rodillas de Craven. Era un
hombrecillo. Craven sintió la desagradable sensación de una gran barba rozándole la
boca. Cuando el recién llegado ocupó la butaca vecina, se escuchó un gran suspiro.
Mientras, en la pantalla, los acontecimientos se habían sucedido con tanta rapidez, que
Pompilia ya se había clavado un puñal —o eso supuso Craven— y yacía quieta y
exuberante entre sus sollozantes esclavas.
Una voz baja sin aliento susurró al oído de Craven:
—¿Qué ha pasado? ¿Está dormida?
—No. Muerta.
—¿Asesinada? —preguntó la voz, con vivo interés.
—Creo que no. Se ha clavado un puñal.
Nadie dijo «pst». Nadie estaba lo bastante interesado como para quejarse de una
voz. Estaban tirados entre asientos vacíos, en actitud de cansada desatención.
La película no había terminado aún y, por alguna razón, aparecían niños.
¿Continuaba la cosa en una segunda generación? Pero el hombrecillo de la barba del
asiento contiguo parecía interesarse sólo por la muerte de Pompilia. El hecho de que
hubiera entrado justo en ese momento lo fascinaba. Craven oyó la palabra «casualidad»
un par de veces. Aquel hombre seguía hablando de ello para sí mismo, en un tono bajo y
sin aliento. «Si te paras a pensarlo, es absurdo». Después, oyó: «no hay ni rastro de
sangre». Craven no escuchaba. Se acomodó con las manos apretadas entre las rodillas,
afrontando el hecho, tal y como hacía habitualmente, de que podía volverse loco. Tenía
que parar, tomarse unas vacaciones e ir al médico (sólo Dios sabe qué infección
circulaba por sus venas). Se dio cuenta de que su vecino se dirigía a él directamente.
—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —preguntó impaciente.
—Habría más sangre de la que uno puede imaginar.
—¿Qué dice?
Cuando el hombre le hablaba, le rociaba con su húmedo aliento. Había un ligero
balbuceo en su forma de hablar, como un defecto.
—Cuando matas a un hombre...
—Era una mujer —repuso Craven, expectante.
—No hay ninguna diferencia.
—Y, de todas maneras, esto no tiene nada que ver con un asesinato.
—Eso no tiene importancia.
Parecían haberse enzarzado en una estúpida pelea sin sentido en la oscuridad.
—Yo sé, ¿comprende?
—¿Sabe, qué?
—De estas cosas —respondió, con cautelosa ambigüedad.
Craven se volvió y trató de verlo con claridad. ¿Estaba loco? ¿Se trataba de una
advertencia de lo que le podía suceder? ¿Acabaría hablando con desconocidos de forma
incomprensible en los cines? Pensó: «Por Dios, no». Intentaba ver. «No enloqueceré.
No enloqueceré.» Sólo podía distinguir un pequeño montículo negro de cuerpo. De
nuevo, el hombre hablaba solo. Decía:
—Palabras. Sólo palabras. Dirán que todo pasó por cincuenta libras. Pero es
mentira. Razones y razones.
Qué estúpidos —añadió otra vez, en ese tono de ahogada presunción.
Así que eso era la locura. Desde el momento en que podía darse cuenta de ello, él
debía de estar cuerdo, relativamente hablando. Quizá, no tan cuerdo como los conserjes
del parque o los guardas de Edgware Road, pero más cuerdo que eso. Era como darse un
mensaje de ánimo, mientras el piano seguía sonando.
El hombrecillo se volvió y lo roció de nuevo.
—¿Dice que se ha suicidado? Pero, ¿quién lo sabe? No es sólo cuestión de qué
mano empuña el cuchillo.
De repente, puso una mano con familiaridad sobre la de Craven: estaba húmeda y
pegajosa. Craven le preguntó con horror:
—¿De qué está hablando?
—Lo sé —dijo el hombrecillo—. Un hombre de mi posición lo sabe casi todo.
—¿Cuál es su posición? —inquirió Craven, sintiendo aquella mano pegajosa sobre
la suya e intentando establecer si estaba histérico o no; en realidad, había una docena de
explicaciones: podía ser miel.
—Usted diría que muy desesperada.
A veces, la voz casi moría en la garganta. Algo incomprensible había sucedido en la
pantalla. Uno apartaba la mirada un momento de esas películas antiguas y la trama ya
había variado... Los actores se movían despacio y a sacudidas. Una mujer joven en
camisón parecía sollozar en brazos de un centurión romano. Craven no había visto a
ninguno de los dos antes. «En tus brazos, Lucio, no temo a la muerte.»
El hombrecillo empezó a reír entre dientes, con complicidad. De nuevo, hablaba
solo. Hubiera sido fácil ignorarlo totalmente, a no ser por aquellas manos pegajosas que
ahora él retiraba. Parecía estar manoseando el asiento de enfrente. Su cabeza tenía la
costumbre de ladearse, como la de un niño tonto. Claramente y fuera de lugar, dijo:
—Tragedia en Bayswater.
—¿Cómo dice? —preguntó Craven. Había visto esas palabras en un cartel, antes de
entrar en el parque.
—¿Qué?
—La tragedia.
—Pensar que lo llaman Cullen Mews1 Bayswater.
De repente, el hombrecillo empezó a toser, volviendo la cara hacia Craven y
tosiéndole encima. Era como una venganza. La voz habló:
—A ver, mi paraguas.
Ya se estaba levantando.
—No llevaba paraguas.
—Mi paraguas —repitió—. Mi... —y pareció perder la voz del todo. Pasó por
encima de las rodillas de Craven.
Craven lo dejo ir, pero antes de que llegara a las polvorientas cortinas de la salida,
la pantalla se quedó en blanco y brillaba. La película se había roto e, inmediatamente,
alguien encendió una sucia lámpara sobre la platea. Iluminó lo justo para que Craven
viera sus manos manchadas. No era histeria: era un hecho. Estaba cuerdo. Había estado
sentado junto a un loco que, en unas caballerizas, cuál era el nombre, Colon, Collin...
Craven saltó y salió de la sala. La cortina negra le rozó la boca. Pero era demasiado
tarde. El hombre se había ido por cualquiera de las tres esquinas. Así que, se decidió por
una cabina telefónica y marcó, con un sentimiento de cordura y determinación raro en
él, el 999.
No tardó más de dos minutos en hablar con el departamento correspondiente.
Estaban interesados y se mostraban muy amables. Sí, había habido un asesinato en unas
caballerizas, Cullen Mews. Le habían cortado el cuello a un hombre, de oreja a oreja,
con un cuchillo de pan; un crimen horroroso. Les empezó a contar que había estado
sentado junto al asesino en un cine. No podía ser nadie más. Había sangre en sus manos
y recordó, con repulsión mientras hablaba, aquella húmeda barba. Debe de haber habido
mucha sangre. Pero la voz del policía lo interrumpió:
—¡Oh, no! —contestó—. Tenemos al asesino, no hay ninguna duda. Lo que ha
desaparecido es el cuerpo.
Craven colgó. En voz alta, se dijo:
—¿Por qué tiene que pasarme esto a mí? ¿Por qué a mí?
Había vuelto al horror de su sueño. La sórdida calle oscura era uno más de los
innumerables túneles que conectaban las tumbas entre sí, donde los cuerpos inmortales
descansaban. Repitió:
—Era un sueño, un sueño.
Inclinándose hacia delante, vio en el espejo que había sobre el teléfono su propia
cara, un rostro salpicado por pequeñas gotas de sangre, como rocío pulverizado.
Entonces, empezó a gritar:
—No voy a volverme loco. No voy a volverme loco. Estoy cuerdo. No me voy a
volver loco.
Al poco rato, un pequeño grupo de gente empezó a arremolinarse en el lugar y,
pronto, llegó un policía.
domingo, 16 de junio de 2013
Candle Cove
Net Nostalgia Forum - Televisión (local)
Skyshale033
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
¿Alguien recuerda este programa para niños? Se llamaba Candle Cove
y creo que yo tenía como 6 o 7 años cuando lo veía. No encontré
referencia alguna a este programa en ninguna parte, así que creo
que debió de estar en alguna estación local cerca del 1971 o 1972.
Yo vivía en Ironton en ese tienpo. No recuerdo que estación era pero
recuerdo que empezaba a eso de las 4:00 PM.
mike_painter65
Tema: Re: Candle Cove ¿programa local para niños?
Me suena bastante familiar... crecí a las afueras de Ashland y tenía 9
años en 1972, Candle Cove... ¿no se trataba de piratas? Recuerdo la
marioneta de un pirata parado en la entrada de una cueva hablándole
a una pequeña niña.
Skyshale033
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
¡Si! Está bien, ¡no estoy loco! Recuerdo al Pirata Percy. Siempre me
daba algo de miedo. Parecía como si hubiera sido construido con
partes de otros muñecos, con un muy bajo presupuesto. Su cabeza
era un viejo bebe de porcelana, parecía una antigüedad que no
pertenecía a ese cuerpo. ¡No recuerdo que estación era! Aunque ni siquiera
creo que haya estado en una estación conocida.
Jaren_2005
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
Lamento revivir este viejo tema, pero creo que se exactamente a
qué programa te refieres, Skyshale. Creo que Candle Cove estuvo al
aire solo por un par de meses en 1971 no en 1972. Yo tenía 12 años
y lo vi en algunas ocasiones con mi hermano, era el canal 58 aunque
no recuerdo el nombre de la estación. Mi mama me dejaba cambiarle
a ese canal después de las noticias. Déjame ver, esto es lo que recuerdo:
Tomaba lugar en Candle Cove, y se trataba de una pequeña niña
que imaginaba que era amiga de piratas. El barco pirata se llamaba
Laughingstock (Hazmerreir) y el Pirata Percy no era un muy buen
pirata que digamos, ya que se asustaba muy fácilmente. Y había
música de calliope siendo tocada constantemente. No recuerdo el
nombre de la niña. Janice o Jade o algo así. Creo que era Janice.
Skyshale033
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
¡Gracias Jaren! He recordado varias cosas cuando mencionaste al
Laughingstock y el canal 58. Recuerdo que la proa del barco era
una cara sonriente de madera, con la mandíbula inferior sumergida
en el agua. Parecía que se estuviera tragando al mar y tenía esa
horrible risa y voz de Ed Wynn. En especial recuerdo la manera
bizarra en la que cambiaban del modelo de madera/plástico a la
versión de títere de espuma que movía la cabeza y hablaba.
mike_painter65
Tema: Re: Candle Cove ¿programa local para niños?
Haha, ahora recuerdo también, recuerdas esta parte Skyshale:
"Tienes... que ir... ADENTRO"
Skyshale033
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
ugh Mike, me dieron escalofríos cuando mencionaste eso. Si lo
recuerdo. Eso es lo que el barco siempre le decía a Percy cuando
tenía que entrar a un lugar tenebroso, como una cueva o un cuarto
oscuro donde se encontraba el tesoro. Y la cámara enfocaba el
rostro del Laughingstock en cada palabra "TIENES... QUE IR...
ADENTRO..." Con sus dos ojos torcidos y esa mandíbula de espuma
que se movía de una forma muy rara. Se veía tan horrible y barato.
Chicos, ¿recuerdan al villano? Tenía ese rostro con el bigote de
manubrio y muy por encima de sus dientes torcidos.
Kevin_hart
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
Honestamente yo creí que el villano era Percy, tenia 5 años cuando
este programa estaba al aire. Combustible para pesadillas.
Jaren_2005
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
El títere con el bigote no era el villano, ese era el secuaz del villano,
Horacio el horrible. Tenía un monóculo que estaba por encima del bigote.
Yo solía pensar que eso significaba que tenía un solo ojo.
Pero si, el villano era otra marioneta. El Desollador (skin-taker).
No puedo creer la clase de programas que nos dejaban ver entonces.
Kevin_hart
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
¿No estaba su sombrero de copa y su capa cosidos de una manera muy
extraña? ¿Se suponía que eso era piel de niño?
mike_painter65
Tema: Re: Candle Cove ¿programa local para niños?
Si eso creo. Recuerdo que su mandíbula no se abría ni cerraba, solo
se deslizaba hacia adelante y hacia atrás. Y también recuerdo que la
pequeña niña le pregunto "¿porque tu boca se mueve de esa manera?"
y el Desollador miro a la cámara y dijo "PARA ARRANCAR TU PIEL"
Skyshale033
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
Estoy tan aliviado de que otras personas puedan recordar este terrible
programa.
Solía tener este terrible recuerdo, un mal sueño, en el que después de
que la apertura terminaba, la pantalla se tornaba oscura, y todos los
personajes estaban allí, pero la cámara solo estaba cortando y
enfocando sus rostros, y ellos estaban gritando, y los títeres y las marionetas
se agitaban espasmódicamente, y solo estaban gritando y gritando,
la chica solo estaba gimiendo y llorando, como si llevara mucho tiempo
haciendo eso. Siempre despertaba muy asustado de esa pesadilla, solía
mojar la cama cuando eso pasaba,
Kevin_hart
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
No creo que eso fuera un sueño, porque yo recuerdo que eso fue un episodio.
Skyshale033
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
No no no, no es posible. No había trama ni nada, me refiero a que, literalmente,
solo estaban parados allí, llorando y gritando durante todo el programa.
Kevin_hart
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
Tal vez me estoy sugestionando por lo que dijiste, pero te juro por Dios que
recuerdo haber visto lo que tú describiste. Ellos solo, gritaban.
Jaren_2005
Tema: Candle Cove ¿programa local para niños?
Oh por Dios. ¡Si!. La pequeña niña, Janice, recuerdo que la veía
temblar. Y que el Desollador gritaba mientras rechinaba los dientes, su
mandíbula moviéndose tan salvajemente, que parecía que se
romperían los alambres del títere. Apague el televisor, esa fue la última
vez que lo vi, corrí a decirle a mi hermano. No tuvimos el valor para volver
a encender el televisor.
mike_painter65
Tema: Re: Candle Cove ¿programa local para niños?
Hoy fui a visitar a mi mama al hospital, le pregunte si recordaba algún
programa para niños por los años 70 llamado Candle Cove. Ella dijo que
estaba sorprendida de que yo pudiera recordar eso, le pregunte porque,
y ella dijo "porque yo solía pensar que era muy extraño que me dijeras
'voy a ver Candle Cove ahora mama' y entonces encendías el televisor,
lo sintonizabas en la estática, y te sentabas a ver 30 minutos de aire muerto,
tenías una gran imaginación con tu pequeño programa de piratas.
lunes, 3 de junio de 2013
viernes, 28 de diciembre de 2012
Cómo hablar con los muertos.
¿Extrañas mucho a alguien que
ya no está entre nosotros? ¿Me creerías si te digo que hay una forma de
volver a hablar con esa persona? ¿Qué estás dispuesto a hacer para
volver a ver a un ser querido? Quizá debas meditar un poco esta última
pregunta, porque puede ser la última que te plantees.
Elige con cuidado la persona con la que deseas hablar, ya que solo tendrás una oportunidad de hacerlo. A la gente del otro lado no le gusta que nos entrometamos en sus asuntos, y si te descubren es probable que te arrastren a su mundo por la fuerza.
Es importante que pienses objetivamente en la persona, más allá del cariño que le tengas. Intenta juzgar su vida, e intenta discernir si pertenece ahora al Cielo, al Infierno o al Purgatorio. Si esta persona ha ido al Infierno, es muy probable que una vez abierta la barrera cueste cerrarla sin efectos colaterales. Si pese a esto decides continuar es bajo tu propio riesgo.
Necesitarás una fotografía de la persona, sal, un espejo, una pertenencia de esa persona -en lo posible una preciada-, pétalos de rosa roja, dos velas y una pregunta cuya respuesta conozcas muy bien y que solo esta persona sabría contestar…mientras más precisa sea la respuesta a la pregunta, mejor es. Puedes agregar algún amuleto personal que te proteja.
Siéntate a oscuras en el suelo, rodeándote en un círculo hecho con sal y pétalos de rosa. Conserva un par de pétalos en tu regazo, puede que los necesites luego. Coloca las velas a cada lado del espejo, de modo tal que puedas ver tus ojos en el reflejo sin ningún problema.
Sé que esto te va a resultar muy difícil, pero es necesario que lo hagas: intenta no pensar en la pregunta, o por lo menos en su respuesta, hasta que sea el momento de enunciarla.
Toca el espejo con una mano y sostén la pertenencia y la foto con la otra, cierra los ojos. Cuenta hasta diez y llama a esa persona por su nombre completo. Di el nombre de la persona y seguido de eso, di: “Quiero hablar contigo”. Hazlo hasta que sientas que la temperatura de la mano con la que estás tocando el espejo disminuye bruscamente. Sí, lo lograste: hay un muerto en el espejo. Ahora solo debes asegurarte de que sea realmente el que tú deseas. Quita tu mano del espejo, sonríe y saluda cordialmente –si no haces esto, verás a la persona con la apariencia que tuvo en el segundo previo a su muerte, y la imagen no suele ser muy grata-. Ahora puedes abrir los ojos.
Frente a ti, en lugar de tu reflejo, encontrarás a la figura de tu ser querido. Controla tu emoción, aún no puedes hablarle de lo que sea. Dile que lo extrañas, pregúntale si es realmente él/ella –te dirá que si irremediablemente- y hazle algunas preguntas personales fáciles de contestar. Actúa completamente confiado, debes aparentar que crees plenamente que aquel espíritu manifestado en el espejo es tu ser querido. Cuando sientas que lo has convencido de que confías en el/ella, suelta la pregunta que tenías preparada. Si tarda en contestar, no contesta o simplemente sonríe, arroja los pétalos de rosa al cristal. Eso te dará tiempo de romper el espejo y estarás a salvo. Cubre los cristales con algo para no reflejarte en ellos y quema el espejo. No rompas el espejo haciendo contacto con tu piel, y mucho menos te lastimes mientras lo haces: le pertenecerás para siempre si tú o tu sangre lo tocan.
Si la persona te contesta correctamente, tu experimento ha resultado. Ahora tienes veinte minutos para hablar con la persona y decirle todo lo que quieras. Solo veinte, pues no puedes arriesgarte a que alguien del otro lado note lo que estás haciendo.
Pasados los veinte minutos, le dirás a la persona que debes irte (no te preocupes por controlar el tiempo, sabrás cuándo decírselo porque comenzarás a escuchar murmullos). Extiende tu mano con su pertenencia y apóyala en el cristal del espejo. Esta se reflejará y tu ser querido tomará el reflejo. Te dará las gracias y se marchará. Si en algún momento de tu conversación la persona mira a sus espaldas o te dice que siente que alguien se acerca, termina el ritual ahí mismo, haciendo lo que te expliqué antes.
Guarda algunos pétalos de rosas y colócalos bajo la almohada en la que duermas, como última medida cautelar. Luego, duerme tranquilo: has logrado vencer la frontera de la vida y la muerte.
miércoles, 15 de agosto de 2012
Corre
¿Dónde está Ali?, ella estaba justo a mi lado, hace unos momentos…
Eso creo. Porque de repente me siento confusa en relación a mi sentido de orientación.
Lo único que tengo bien claro es que tengo qué ir rápido, más rápido. Veo a más personas huyendo hacia la misma dirección, lejos, algunos gritando desesperados por encontrar un lugar donde ponerse a salvo. No son muchos, después de todo. Ya no quedamos muchos.
-¡Ali! –trato de gritar, aunque mi garganta está seca. Extrañamente seca. Tengo tanta sed… No recuerdo cuándo fue la última vez que tomé un trago de agua. En cualquier caso, no es lo más importante ahora, mientras siga avanzando.
Algunos de los que corren pocos metros adelante me miran, supongo que me estoy quedando atrás; pero claro que no me hacen caso, mucho menos se detienen. Debe importarles más salvar su propia vida.
Quiero avanzar más rápido, pero algo me lo impide. Tal vez las exclamaciones de terror o las miradas de horror a mi alrededor.
Ali ha de andar por ahí, aún viva, tal vez unos metros más adelante, pero viva. Ella tiene qué estar bien entre la gente no contagiada. ¡Tiene qué!
Mi prima es lo único que me queda aquí, en este mundo contaminado bacteriológicamente. No puede haberle pasado nada; es como una hermana para mí.
¡Agh!, ¡Tengo tanta sed!… siento que no podré continuar por mucho tiempo… pero, ¡Por el bien de Ali!, tengo qué hacer un mayor esfuerzo.
Conforme avanzo veo los cadáveres, tanto enfermos y medio acabados como sanos medio completos, tumbados a ambos lados del camino; pareciera que una bestia pasó destruyendo a todos en su camino.
El ardor crece en mi garganta, siento que me quedo sin aliento.
Algo me llama la atención. Un azul brillante relampaguea bajo los rayos del sol, con adornos cafés insertados con hilo. Yo reconozco esa prenda; es el suéter que Ali llevaba hace rato, cuando la perdí de vista. Es que todo había sucedido de la nada; de repente la alarma se disparó y todos debimos salir corriendo de la zona bajo ataque.
-¡Ali-gh! –de nuevo no puedo gritarle, el peso de mi garganta se expande deseando agua, mis pasos se retrasan tropezando con botes de lata. Si no me muevo, me alcanzarán pronto.
Creo que casi alcanzo a mi prima; ahora la puedo ver más cerca. Me mira como si no creyera lo que ve; ¡Debe estar tan feliz de verme! Sonrío a pesar del esfuerzo que conlleva. Ella no se detiene, y eso es bueno, pues la ventaja que tiene le permitirá llegar a algún salvamento.
Siento toser con dificultad, mientras no soporto el dolor de la garganta. Se extiende poco a poco, temo caer deshidratada en un segundo. La expresión de Ali es alarmante. Y es que, miro atrás, hay muchos de ellos caminando rápido para alcanzarnos.
“¡Sigue corriendo, Ali!, ¡No te detengas!”, quisiera poder decirle, pero sé que no podré. La sed me está consumiendo, controlando mi cabeza, ordenándole que tengo qué conseguir algo para beber. Es insoportable.
Sin embargo sí puedo seguir mirándola. Y observo con detenimiento que se nota deteriorada, como cansada de tanto andar; ¿Pero quién no lo está?, todos huimos ahora. Ella también tiene la boca seca, está muy delgada, ojeras bajo sus ojos, y su ropa… su ropa está algo sucia y marcada con tiempo. Pero… ¿Cómo es posible que ese azul brillante haya reducido dos tonos su color en menos de una hora? Y los adornos cafés, están desgarrados por su carrera a través de la ciudad.
No entiendo. Sólo la perdí un poco tiempo, antes de salir del edificio de alojamiento provisional. Yo la alerté para que bajara por las escaleras de incendio, para salir por la calle de al lado, no por donde estarían los infectados; antes de que la masa humana me arrastrara por el lado contrario. Luego me encuentro de nuevo aquí, corriendo por mi vida…
Es mejor que ella siga en marcha, porque pierdo esperanzas sobre mí cuando siento un pesado caminar acercándoseme. Es aterrador imaginar a un muerto detrás de ti, a pocos pasos.
La sed se atora en mi estómago a la vez que llega el ser desfigurado. Observo a mi lado al desgarrado que avanza con un brazo sin responderle y sangre y piel desparramadas en el cuerpo.
Un momento… él me ignora. En cambio, algo adelante parece atraerle más que yo. El ardor del estómago es intenso. Es un vacío que tengo qué llenar; me da impulso para seguir adelante. Ali está muy cerca.
Entonces me doy cuenta, de que no es sed lo que siento, sino hambre. Hambre feroz que me consumirá si no la apago antes. Pero aquí no hay nada qué comer. Nada más que personas. Esas personas que corren fuera de mi alcance; presas aterradas por su consumidor.
Consigo recordar que conseguí salir del edificio, mas no escapar de uno de ellos, quien me mordió arrancando un pedazo de mi brazo. Entonces me infecté. Entonces me perdí, hasta ahora. Hasta que conseguí encontrar a mi prima.
Sí, quería encontrarla… Pero no pretendia ayudarla a escapar.
sábado, 11 de agosto de 2012
La muñeca tuerta.
Dos amigos encuentran enterrada en el bosque una extraña muñeca tuerta
que parece haberse convertida en la casa de cientos de gusanos y bichos.
Un escalofrío les recorrerá la espalda al desenterrarla, nunca debieron haberlo hecho…
Pedro era casi como un hermano para Juan ya que ambos se conocían desde hace algunos años y eran inseparables. Los dos iban al mismo insti
tuto, estaban en la misma clase y, casi siempre que organizaban trabajos en grupo se juntaban.
Un día la maestra de Ciencias Naturales mandó una tarea bastante rara aunque ciertamente entretenida: los alumnos debían traer muestras de distintos tipos de tierra según el nivel de profundidad, guardando en bolsitas un puñado de tierra cada cinco centímetros que horadaran en ella. Como de costumbre, Juan y Pedro se juntaron para trabajar, aunque en realidad aquello de “trabajar” era un pretexto, una excusa perfecta para que ambos consigan el permiso de sus padres para ir al bosque de las afueras de la ciudad.
Una vez allí decidieron que no deberían adentrarse demasiado ya que correrían el peligro de perderse, no sería la primera vez que algún excursionista poco experimentado se desorientaba en él (en algunos casos con funestos resultados). Marcaron con una tiza todos los árboles por los que pasaban para no confundir el camino de vuelta y empezaron a adentrarse un poco más de lo pactado en las profundidades de la imponente masa de árboles. Llegado a un punto un extraño claro les llamó la atención.
– Este sitio es perfecto para escavar, aquí seguro que no nos molestan las raíces de los árboles y además esas piedras parecen “cómodas” y podemos sentarnos a comer un bocadillo- dijo Juan.
– El bocadillo me lo comeré yo mientras escavas, porque desde luego yo no me pienso ensuciar la camiseta nueva” – bromeó Pedro poniendo voz de niña consentida.
– Hagamos una cosa, nos comemos el bocadillo ahora y con el estómago lleno nos lo jugamos a cara o cruz” – dijo Juan que tenía hambre desde hacía casi una hora.
Tras quince o veinte minutos de risas y bromas, acabaron su almuerzo y Juan sacó una moneda.
– El que pierda empieza, estamos cinco minutos cada uno y continúa el otro. Que por la “bruja de ciencias” no me pienso partir la espalda. Tampoco vamos a enterrar a nadie, así que 50 centímetros de profundidad como mucho.
– Vale, prepárate a perder – dijo Pedro mientras sacaba de su mochila las herramientas de jardinería que le había pedido prestadas a su padre.
Juan perdió el lanzamiento y un poco desganado empezó a buscar por todas partes para elegir donde comenzar a cavar. Vio de pronto un montón de hongos rojos con puntos blancos, todos creciendo juntos en el mismo lugar. Aquello suscitó en él un entusiasmo infantil que le hizo correr a cavar en el lugar como si las setas le indicasen con su presencia la posibilidad de encontrar algo extraño bajo tierra.
– Le voy a guardar unas pocas setas a la bruja, con un poco de suerte serán venenosas jajaja – dijo mientras metía en una de las pequeñas bolsas una muestra de tierra de la superficie.
Al tocar la tierra con sus manos sintió un escalofrío por todo el cuerpo, de pronto comenzó a tener miedo y se levantó de golpe.
– ¡Tengo frío, aquí hace más frío que en todo el bosque! – le gritó a Pedro.
– ¡Jajaja!, ay sí, ay sí, estás encima de un lugar maldito o hay un fantasma justo donde estás cavando – le dijo Pedro ridiculizando a su amigo.
Juan por hacerse el valiente siguió cavando y juntando la tierra en bolsitas diferentes cada cinco centímetros de profundidad. Entretanto, Pedro exploraba el paisaje y jugaba al fútbol con una piedra.
– ¡Mira! – gritó Juan cuando llevaba unos minutos cavando. Pedro fue corriendo a ver lo que Juan le mostraba con tanta exaltación, una muñeca pelirroja de unos treinta centímetros. Al mirarla sintió que un escalofrío le recorría la médula y que el asco se anudaba en su cuello como una larga escolopendra llena de punzantes y grotescas patas.
– ¡Aaaaaggh suelta eso! – exclamó Pedro con una mezcla de terror y asco mientras se apartaba de aquella repulsiva muñeca tuerta que Juan sostenía en su mano.
Juan que parecía confundido miró de nuevo a la muñeca y la soltó horrorizado al ver lo mismo que Pedro: gusanos, enormes gusanos blancos. Se contorsionaban dentro de la cabeza de goma de la muñeca, se agitaban como poseídos y comenzaron a sacar sus pequeñas cabezas por la cavidad en que alguna vez estuvo el ojo faltante de esa muñeca pelirroja cubierta por una ropa que misteriosamente conservaba su blancura casi intacta…
– Pero si cuando la desenterré estaba bien, era preciosa y parecía sonreírme.
El único ojo que le quedaba a la muñeca era inquietante: grande pero con la parte blanca pintada de negro y con un iris pequeño e intensamente rojo en el cual había una diminuta y demoníaca pupila.
¿Qué clase de enfermo mental habría escondido una muñeca tuerta bajo tierra? ¿Por qué los gusanos se aglomeraban en la cabeza de la muñeca? ¿Sería verdad lo del frío que mencionó Juan?
Ambos chicos, realmente asustados, salieron corriendo del lugar, sintiendo como la mirada del único ojo de esa muñeca se les clavaba en la espalda. Únicamente pararon un par de veces, veces en las que Juan se detuvo a vomitar, cosa normal si pensamos que tuvo en sus manos cientos de gusanos sin darse cuenta. Pero al llegar a casa a Juan parecía que no le abandonaban las nauseas, seguía vomitando y su cara tornó a un tono amarillento pálido.
Los dos amigos pensaron que se recuperaría en una par de horas, pero no fue así, con el paso de los días cada vez estaba más delgado, pálido y débil. Tenía el aspecto de uno de esos enfermos terminales que llevan años luchando contra la muerte en una habitación de hospital y los médicos no acertaban a diagnosticar una causa para su enfermedad. Una semana después de desenterrar la muñeca Juan murió.
Desconsolado por la muerte de su amigo, Pedro empezó a relacionarse cada vez menos con los demás y a pasar los recreos en la biblioteca del colegio, en su casa devoraba libros ávidamente y los fines de semana visitaba librerías. Los libros eran sus nuevos amigos, y su refugio. Buscaba explicaciones médicas y poder entender que le pasó a su amigo, pero los síntomas que sufrió Juan eran tantos que parecía que había contraído varias enfermedades mortales simultáneamente.
Un día, en una extraña librería, Pedro encontró dentro de la sección de Esoterismo un libro sobre ritos y leyendas. Era un libro viejo y usado, un libro de esos que ya casi no se encuentran y que tienen extraños dibujos entre sus páginas cubiertas de polvo. Allí decía lo siguiente junto al dibujo de una muñeca igual (excepto por que no estaba tuerta) a la que encontró su amigo:
‹‹El que tenga un mal incurable, que entierre una muñeca igual a ésta mientras entona esta invocación. Su enfermedad quedará atrapada en la muñeca. Pero el primero que la encontrase recibirá la enfermedad y morirá salvo que realice este mismo ritual››
Todo estaba claro: los gusanos, los hongos, el frío, todos eran indicios de que la muñeca que encontraron en el bosque era una muñeca maldita. Una muñeca en la que por medio de algún pacto o brujería alguien había desatado una maldición que condenaría a enfermar a aquel que la encontrara mientras él curaba su cuerpo y sentenciaba su alma.
En algunas creencias del vudú el uso de muñecos que simbolizan personas es habitual, estos “fetiches” pueden tanto usarse para hacer daño como para controlar a sus víctimas. En sí el muñeco es la representación de una persona y sufre y padece todos sus males y por contrapartida todo daño o mal hecho al muñeco lo sufre la persona ligada. Esta leyenda probablemente naciera como la adaptación de estas prácticas de magia negra.
Pedro era casi como un hermano para Juan ya que ambos se conocían desde hace algunos años y eran inseparables. Los dos iban al mismo insti
tuto, estaban en la misma clase y, casi siempre que organizaban trabajos en grupo se juntaban.
Un día la maestra de Ciencias Naturales mandó una tarea bastante rara aunque ciertamente entretenida: los alumnos debían traer muestras de distintos tipos de tierra según el nivel de profundidad, guardando en bolsitas un puñado de tierra cada cinco centímetros que horadaran en ella. Como de costumbre, Juan y Pedro se juntaron para trabajar, aunque en realidad aquello de “trabajar” era un pretexto, una excusa perfecta para que ambos consigan el permiso de sus padres para ir al bosque de las afueras de la ciudad.
Una vez allí decidieron que no deberían adentrarse demasiado ya que correrían el peligro de perderse, no sería la primera vez que algún excursionista poco experimentado se desorientaba en él (en algunos casos con funestos resultados). Marcaron con una tiza todos los árboles por los que pasaban para no confundir el camino de vuelta y empezaron a adentrarse un poco más de lo pactado en las profundidades de la imponente masa de árboles. Llegado a un punto un extraño claro les llamó la atención.
– Este sitio es perfecto para escavar, aquí seguro que no nos molestan las raíces de los árboles y además esas piedras parecen “cómodas” y podemos sentarnos a comer un bocadillo- dijo Juan.
– El bocadillo me lo comeré yo mientras escavas, porque desde luego yo no me pienso ensuciar la camiseta nueva” – bromeó Pedro poniendo voz de niña consentida.
– Hagamos una cosa, nos comemos el bocadillo ahora y con el estómago lleno nos lo jugamos a cara o cruz” – dijo Juan que tenía hambre desde hacía casi una hora.
Tras quince o veinte minutos de risas y bromas, acabaron su almuerzo y Juan sacó una moneda.
– El que pierda empieza, estamos cinco minutos cada uno y continúa el otro. Que por la “bruja de ciencias” no me pienso partir la espalda. Tampoco vamos a enterrar a nadie, así que 50 centímetros de profundidad como mucho.
– Vale, prepárate a perder – dijo Pedro mientras sacaba de su mochila las herramientas de jardinería que le había pedido prestadas a su padre.
Juan perdió el lanzamiento y un poco desganado empezó a buscar por todas partes para elegir donde comenzar a cavar. Vio de pronto un montón de hongos rojos con puntos blancos, todos creciendo juntos en el mismo lugar. Aquello suscitó en él un entusiasmo infantil que le hizo correr a cavar en el lugar como si las setas le indicasen con su presencia la posibilidad de encontrar algo extraño bajo tierra.
– Le voy a guardar unas pocas setas a la bruja, con un poco de suerte serán venenosas jajaja – dijo mientras metía en una de las pequeñas bolsas una muestra de tierra de la superficie.
Al tocar la tierra con sus manos sintió un escalofrío por todo el cuerpo, de pronto comenzó a tener miedo y se levantó de golpe.
– ¡Tengo frío, aquí hace más frío que en todo el bosque! – le gritó a Pedro.
– ¡Jajaja!, ay sí, ay sí, estás encima de un lugar maldito o hay un fantasma justo donde estás cavando – le dijo Pedro ridiculizando a su amigo.
Juan por hacerse el valiente siguió cavando y juntando la tierra en bolsitas diferentes cada cinco centímetros de profundidad. Entretanto, Pedro exploraba el paisaje y jugaba al fútbol con una piedra.
– ¡Mira! – gritó Juan cuando llevaba unos minutos cavando. Pedro fue corriendo a ver lo que Juan le mostraba con tanta exaltación, una muñeca pelirroja de unos treinta centímetros. Al mirarla sintió que un escalofrío le recorría la médula y que el asco se anudaba en su cuello como una larga escolopendra llena de punzantes y grotescas patas.
– ¡Aaaaaggh suelta eso! – exclamó Pedro con una mezcla de terror y asco mientras se apartaba de aquella repulsiva muñeca tuerta que Juan sostenía en su mano.
Juan que parecía confundido miró de nuevo a la muñeca y la soltó horrorizado al ver lo mismo que Pedro: gusanos, enormes gusanos blancos. Se contorsionaban dentro de la cabeza de goma de la muñeca, se agitaban como poseídos y comenzaron a sacar sus pequeñas cabezas por la cavidad en que alguna vez estuvo el ojo faltante de esa muñeca pelirroja cubierta por una ropa que misteriosamente conservaba su blancura casi intacta…
– Pero si cuando la desenterré estaba bien, era preciosa y parecía sonreírme.
El único ojo que le quedaba a la muñeca era inquietante: grande pero con la parte blanca pintada de negro y con un iris pequeño e intensamente rojo en el cual había una diminuta y demoníaca pupila.
¿Qué clase de enfermo mental habría escondido una muñeca tuerta bajo tierra? ¿Por qué los gusanos se aglomeraban en la cabeza de la muñeca? ¿Sería verdad lo del frío que mencionó Juan?
Ambos chicos, realmente asustados, salieron corriendo del lugar, sintiendo como la mirada del único ojo de esa muñeca se les clavaba en la espalda. Únicamente pararon un par de veces, veces en las que Juan se detuvo a vomitar, cosa normal si pensamos que tuvo en sus manos cientos de gusanos sin darse cuenta. Pero al llegar a casa a Juan parecía que no le abandonaban las nauseas, seguía vomitando y su cara tornó a un tono amarillento pálido.
Los dos amigos pensaron que se recuperaría en una par de horas, pero no fue así, con el paso de los días cada vez estaba más delgado, pálido y débil. Tenía el aspecto de uno de esos enfermos terminales que llevan años luchando contra la muerte en una habitación de hospital y los médicos no acertaban a diagnosticar una causa para su enfermedad. Una semana después de desenterrar la muñeca Juan murió.
Desconsolado por la muerte de su amigo, Pedro empezó a relacionarse cada vez menos con los demás y a pasar los recreos en la biblioteca del colegio, en su casa devoraba libros ávidamente y los fines de semana visitaba librerías. Los libros eran sus nuevos amigos, y su refugio. Buscaba explicaciones médicas y poder entender que le pasó a su amigo, pero los síntomas que sufrió Juan eran tantos que parecía que había contraído varias enfermedades mortales simultáneamente.
Un día, en una extraña librería, Pedro encontró dentro de la sección de Esoterismo un libro sobre ritos y leyendas. Era un libro viejo y usado, un libro de esos que ya casi no se encuentran y que tienen extraños dibujos entre sus páginas cubiertas de polvo. Allí decía lo siguiente junto al dibujo de una muñeca igual (excepto por que no estaba tuerta) a la que encontró su amigo:
‹‹El que tenga un mal incurable, que entierre una muñeca igual a ésta mientras entona esta invocación. Su enfermedad quedará atrapada en la muñeca. Pero el primero que la encontrase recibirá la enfermedad y morirá salvo que realice este mismo ritual››
Todo estaba claro: los gusanos, los hongos, el frío, todos eran indicios de que la muñeca que encontraron en el bosque era una muñeca maldita. Una muñeca en la que por medio de algún pacto o brujería alguien había desatado una maldición que condenaría a enfermar a aquel que la encontrara mientras él curaba su cuerpo y sentenciaba su alma.
En algunas creencias del vudú el uso de muñecos que simbolizan personas es habitual, estos “fetiches” pueden tanto usarse para hacer daño como para controlar a sus víctimas. En sí el muñeco es la representación de una persona y sufre y padece todos sus males y por contrapartida todo daño o mal hecho al muñeco lo sufre la persona ligada. Esta leyenda probablemente naciera como la adaptación de estas prácticas de magia negra.
domingo, 22 de julio de 2012
Carta de un loco.
Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.
Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.
Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.
Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.
Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»
He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.
En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.
Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.
Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia.
Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.
Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.
No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.
Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.
Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.
Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.
Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.
Pasemos al color.
El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.
Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices.
Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.
Analicemos el oído.
Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso.
Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.
La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio.
Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra.
¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?
Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor.
Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas.
Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.
Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.
Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.
Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»
Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.
Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.
Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.
Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.
¿Me he vuelto loco?
Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?
Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.
Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.
He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.
Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»
¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.
Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.
Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.
Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.
Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.
El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.
Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.
Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.
Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.
Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.
Luego me senté como todos los días.
La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.
Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.
¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.
Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.
¡Lo había visto!
Y no he vuelto a verlo.
Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera.
Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!
Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.
Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.
Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.
FIN
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